jueves, 25 de febrero de 2021

Un cuento sobre el autoengaño

 Los proyectos de Adela


"Rodolfo se había puesto unas botas altas de piel muy suave, pensando seguramente que ella no había visto en su vida nada igual. Emma estaba ya preparada esperándole y, desde luego, se quedó impresionada de su buena facha cuando lo vio aparecer con aquellas relucientes botas, su casaca de terciopelo rojo y el pantalón blanco de punto muy ajustado"

-¡Oiga, una primitiva para el jueves! -Una voz cascada de anciana interrumpió la lectura de Adela.

Allí estaba Adela recluida, en un cuartucho con tres paredes blancas y un cristal frontal blindado que tenía una apertura mínima para entregar los boletos, primitivas y de lotería. 

Adela cuando joven tenía siempre en mente muchos proyectos para su futuro: quería ser escritora, secretaria de embajada, ser una gran ejecutiva,  incluso profesora de filosofía en la universidad de Bolonia y... se quedó de vendedora de loterías y primitivas. Sus proyectos se fueron al traste por su incapacidad para realizarlos y también, todo hay que decirlo, por haberse casado, muy joven, con un memo, el famoso tonto de pueblo que era  rico pero tonto del haba, además de cruel. Menos mal que tras dos años de casada, de haber soportado a dicho idiota, aunque afortunadamente sin tener hijos, pudo divorciarse  alegando las frecuentes paliza que el jumento humano le propinaba cada vez que volvía borracho de la taberna.

Ahora leía Madame Bovary se vio reflejada, en cierto modo, en el personaje de Emma.

 Adela quedó pobre tras el divorcio hasta que su tía le ofreció este pesado y triste negocio: vender posibles ilusiones. Tu eres la tendera de la suerte, le dijo una vez una amiga. 

 Allí estaba Adela. Ocho horas encerrada en la "pecera" y entre clientes y clientes, viendo esas caras de miserables que suelen tener los pobres esperanzados a que la diosa fortuna les bendiga. Ahora leía novelas de amor, de aventuras y de viajes. ¿Sus proyectos de antes? Los propios de una chica soñadora y algo esquizóide; ahora a sus casi sesenta años de edad pocos proyectos podía tener ni menos aún imaginar.

"Ya no hablaban, pero sentían al mirarse un zumbido dentro de la cabeza, como si una especie de onda sonora se escapara de sus pupilas. Sus manos acababan de entrelazarse, y el pasado, el porvenir, las evocaciones y los sueños se encontraban mezclados dentro de aquella extática dulzura"

-¡Deme un número que termine en nueve! - Exigió un cliente de sonrisa indecente, al otro lado de la mampara de cristal. Aquella mampara que separaba a Adela de la vida real, la de  todos aquellos ganapanes y fracasados que intentaban corregir sus miserias obteniendo por azar unos miles de euros. Y ella bebiendo sus fantasías con sus novelas.

"¿Somos felices? -preguntó el guapo marqués a Adela (Emma).

-Claro que sí, estoy loca, no me hagas caso ¡bésame!"

-¡Oiga, deme un número que termine en trece!

Adela dejó la novela marcando antes la página con un trozo de papel. Levantó la vista para ver la cara de pandorga de aquella mujer. Sonrió levemente para convertir después la sonrisa en un rictus de asco y le dijo, antes de cerrar la ventanilla: ¡Váyase al carajo, señora!

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