domingo, 25 de agosto de 2019

Esa bacteria oportuna

Esa bacteria oportuna 

Nosotros, los humanos, somos fácilmente impresionables y bastante predecibles. Nos adaptamos a todas las circunstancias y nos inventamos excusas para paliar nuestros fracasos. Ningún hombre o mujer, principalmente de la baja clase media reconocerá jamás sus errores. Cualquier fallo o malhacer es siempre por culpa de alguien o de algo ajeno a ellos mismos.

De un tiempo para acá se ha observado que la gente del común recurre a una enfermedad imaginada, a una socorrida bacteria, para justificar fracasos empresariales, estudiantiles o incluso amorosos. 

Jacinto tenía varios hijos, todos pésimos estudiantes y mal educados dentro de una abundancia relativa de unos padres burgueses y acomodados. Uno de estos hijos, el mayor, al terminar el bachillerato y con un currículo académico pésimo se le ocurrió decir a sus padres que se marchaba a la capital para estudiar un grado de ingeniería superior. Los padres locos de contento: su hijo será en un futuro todo un señor ingeniero. Hicieron una fiesta de despedida en el chalé que poseían en Cumbres Verdes y el chico, con 19 años de edad, se trasladó a la capital a vivir y estudiar a lo grande. A lo grande era la palabra favorita del padre, asentador de frutas y verduras, para hacer ver a sus conocidos y familiares que él tenía dinero para gastar sin miedo. A lo grande.

Tras perder un curso residiendo en la gran ciudad el niño volvió a casa con las orejas gachas y sin aprobar ninguna asignatura del primer año de carrera. En vez de estudiar el niñato se dejó liar por una corista, diez años mayor que él, que le sacó todo lo que pudo, incluso el coche que el aspirante a ingeniero se llevó a la ciudad para no tener que tomar el autobús proletario para ir al campus.
La familia, toda circunspecta, justificaba el fiasco del joven diciendo que el chico había contraído una enfermedad rara en la capital, que una bacteria fue la causante del fracaso académico.Nunca dijeron que fue debido a la vida depravada del joven, incluyendo una enfermedad  venérea, por un exceso de alcohol y por las pastillas estimulantes que ingería sin parar, jamás por una bacteria. 

Otro caso de una bacteria oportuna se dio en una mujer casada y empleada del supermercado Konti de mi barrio. Esta mujer tenía, a sus 36 años de edad,  un cuerpo macizo, casi deseable. Estaba casada con Felipe, un repartidor autoempleado de frutos secos. Adela era  madre de dos niños renegridos y feos. Se quedó embarazada. Sería su tercer hijo. Con suerte podría ser una niña para complementar a la parejita de nenes que ya tenía, le decía la suegra.
Dio a luz  un hermoso niño rubio de ojos celestes. 
Cuando el marido fue al hospital a ver a su hijo y lo vio tan diferente a los otros preguntó con cara de lelo a su mujer ¿y cómo ha nacido un niño tan blanco, tan diferente de todos nosotros?
-Nada misterioso- contestó la esposa sonriendo con dulzura-  es que mi bisabuelo, dice mi madre, era rubio, casi trasparente de blanco y posiblemente alguna bacteria que tenemos en el cuerpo se ha activado y ¡zas! nos salió un hijo blanco como la leche. 
-A lo mejor es eso- dijo el simpleton del marido aunque no muy convencido del todo.

Tras la baja maternal Adela, la mujer de carnes prietas, se incorporó a su trabajo en Konti. 
El encargado y propietario del establecimiento, un hombro alto y rubio de ojos azules y descendiente de una madre malagueña y un padre danés, en un zona despejada de miradas de otras empleadas, le dijo en voz baja a Adela: La próxima vez tendremos que ser más cautos. No quiero sembrar Málaga de hijos bastardos. 

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