martes, 28 de enero de 2020

Ciencia Ficción

El abductor molecular 

Niño, baja a cenar que se enfría la sopa -gritó por el hueco de la escalera la anciana madre de Jacinto.
El niño, Jacinto Cantapollia, 61 años de edad, enclaustrado voluntariamente en su laboratorio de experiencias electromagnética-molecular, como él lo denominada, llevaba experimentando allí desde que regresó a casa tras la mili, el servicio militar obligatorio, que precisamente fue abolido al año siguiente de él licenciarse.
 A su madre siempre la conoció ejerciendo de viuda de un señor retratado y enmarcado en el comedor, sería su padre. La madre era una santa desde que le dijo, nada más terminar el bachillerato, que él no tenía que rebajarse a seguir estudiando ni menos aún a trabajar. Efectivamente, Jacinto, hijo único, y su madre acaparaban cada mes más de seis mil euros, que el niño administraba sin dar explicaciones. Era el importe de la paga de viuda y  de los alquileres de tres pisos que tenían en el centro de la ciudad. También podía ser debido a que la madre era una mujer astuta que adiestraba a su hijo para convertirlo en un cuidador para su vejez, para no sentirse sola en esa época de la vida donde parece que el mundo se desploma sobre algunas personas cuando no tienen a mano a alguien a quien proteger o aconsejar.  

Jacinto era muy feliz con su vida. Salía solo cuando se le apetecía para visitar el piso de doña Ana, la madame de un lupanar discreto al servicio de personas de bien. 

¡Eureka! -dicen que dice los inventores cuando aciertan. Sí, eureka, gritó Jacinto cuando terminó de montar aquel engendro de artefactos interconectados por cables. Había inventado su máquina de abducción molecular.

Muy nervioso el inventor conectó el artefacto para hacer la comprobación final. Todo se basaba en su fórmula secreta mxi=mxp. Cuarenta años tardó en conseguirla.
 Ya era de madrugada cuando Jacinto conectó un televisor convencional, con la voz apagada, y tomando el mando a distancia se acercó a la pantalla. Buscó en los canales hasta dar con un anuncio de pienso para gatos. Enfocó el objetivo de la cámara abductora a la pantalla del televisor e hizo una especie de retrato que quedó fijado en el monitor de la máquina. Se acercó y tecleó sobre un ordenador portátil conectado a ésta. Sin apenas darse cuenta el gatito del anuncio apareció sobre la alfombra en un rincón del laboratorio. Jacinto se acercó y el gato, sorprendido, se le quedó mirando muy asustado.
-Lo he conseguido, lo he conseguido- repetía mentalmente Jacinto.
Pero jamás mostraré al mundo mi hallazgo. No necesito dinero ni el reconocimiento de otros. Jacinto dirigió el objetivo de la máquina al gato, apretó unas teclas y el gato desapareció para ser reintegrado a su dimensión molecular. 

El silencio reinaba en toda la casa. Jacinto muy excitado buscó en el televisor hasta hallar un plano con una entrevista que le hacían a la mujer más deseada del país, doña Marcedes de Villamayor, treinta y dos años de edad, bella a rabiar y con un cuerpo espléndido. Jacinto retrató la imagen con su cámara abductora y en un abrir y cerrar de ojos allí, en el rincón sobra la alfombra, estaba sentada,  donde antes estuvo el gato, un ejemplar de mujer espectacular. La falda se le había subido hasta mitad de los muslos y su boca inició una leve sonrisa entre tímida y picarona. Jacinto le ayudó a incorporarse y ella se lo agradeció con un suave "gracias". Ella le obedecía con agrado a todas sus órdenes. 

-Niño baja, que se enfría el desayuno
-Ya voy mamá -contestó Jacinto al mismo tiempo que reintegraba a su dimensión molecular a la esposa del marqués. 
- ¡Hijo, que ojeras tienes! ¿No has dormido bien esta noche?
-No mamá, me desvelé un poco.

lunes, 27 de enero de 2020

Un cuento

Adiós cabronazo, adiós

Finales de la década de los años 60 del pasado siglo. La boda estaba a punto de celebrarse entre mi novio, director de Seguros Lindezas y yo, hija única de un propietario rural, semi analfabeta porque mi padre decía que las mujeres no tenían por que estudiar, que los maridos ya las cuidarían.

Confieso que yo a mis veinte años de edad, recién casada, era buena, buena por ignorante e imbécil. Cuando tras el corto viaje de boda nos fuimos a vivir a la capital, en un piso elegante, comprado por mi padre, que estaba situado en una de las mejores zonas de la ciudad me sentí trasladada al paraíso. Todo era nuevo, lo único viejo era una anciana criada que se vino conmigo desde el pueblo para ayudarme a llevar la casa y criar a los hijos que tuviera. Me consideraba una especie de Doris Day, aquella actriz americana que siempre hacía de modosita y de excelente ama de casa esperando a su esposo, un guapo Rock Hudson, que después me enteré que era más marica que la Titi.
 Carlos, mi marido, me hacía dichosa en la cama, casi todas las noches. Yo me hice amigas de unas mujeres, algo mayores que yo, que eran socias de una entidad caritativa que ayudaba a los pobres del lumpen del extrarradio.
 La armonía en el hogar no duró más de cinco meses cuando Carlos comenzó a llegar a casa tarde y siempre bebido. Después se ausentaba por varios días debido a viajes de negocio, según él. 
Una vez me abofeteó cuando me puse histérica al verlo en un lamentable estado, ebrio como una cuba y gritando a las cinco de la madrugada. No lloré por no meter ruido y hacer creer a los vecinos que nos peleábamos. Nosotros, el matrimonio ejemplar, la jovencita Adela casada con nada menos que con el director regional de Seguros Lindezas.

Pasaron los años, los chicos se hicieron mayores y se fueron a vivir sus vidas y yo mientras tanto arañé los cincuenta y tantos años de edad sin haber vivido nada. Era la esclava bien alimentada y mantenida de mi esposo. Poco había disfrutado con el cabronazo de mi marido que me maltrataba por sistema, de obra y de palabra.
En los años 80 me enteré que había una nefanda nueva enfermedad llamada Sida. Un mal que se cebó con Carlos, no se si se la transmitió una mujer o un hombre ya que el mamón era todo un degenerado.  Desde entonces dormíamos en dormitorios separados. Me daba asco y terror que me contagiara esa horrible y nueva enfermedad.

Carlos se quedó inválido, sentado en una silla de ruedas. Ignoro si era por el sida o por otra de sus secretas enfermedades. Se hizo irascible e insoportable. Daba voces exigiéndome esto y aquello. Una vez, para no perder la costumbre me obligó a ponerme de rodillas frente a él que estaba en su silla motorizada. Acerca esa cara -me ordenó-  yo como una ovejita así lo hice para recibir una sonora bofetada. Eso por puta, por haber venido tarde de la reunión de tus amigas.  ¡Aquel cabrón tullido me había pegado! Un hombre que, para colmo, según el doctor, tendría que aguantar vivo con sus  enfermedades por quince o veinte años más.

Una mañana de un día cualquiera me levanté temprano. Como él no podía descender a la planta  baja de la casa  tenía yo preparado allí una maleta de esas que ahora tienen unas ruedecitas con mi ropa y entre el cuerpo y la faja, bien envueltos en bolsitas de tela, los treinata mil euros que teníamos en el banco. A tomar por culo asqueroso cabrón maltratador.

El autobús de línea paró en la estación Sur de Madrid. Allí cogí un taxi hacia el aeropuerto de Barajas para tomar el avión que me llevaría a París.
Mi amor de juventud, ahora ya con 55 años de edad, me esperaba. Contactamos accidentalmente por Internet y quedamos en rehacer nuestras vidas. Facundo como viudo y yo como fugada liberada.

Feb 2


Cine de ayer

Cinema Paradiso (1988)

Director: Giuseppe Tornatore

Una película italiana muy premiada por su excelencia cinematográfica y por su calidad moral. El cine, uno de los pilares del Arte, es para muchos una afición tan grande que puede arraigar tanto como la música o la literatura.

Aún recuerdo cuando fui al cine por primera vez; tendría yo unos cinco años de edad. Preciso la edad porque ese mismo día mi hermana de 8 años, un vecino de diez y yo nos hicimos una foto por el "Santero," el fotógrafo oficial de mi pueblo. Una foto que aún conservo. Aquel día de la sesión infantil del año 1949 asistimos los tres al Teatro-Cine Reina Victoria, en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). No se por qué todavía recuerdo con nitidez mi primera experiencia en aquella sala: un ruido tremendo de centenares de niños armando jaleo que calló de repente cuando se oyó el timbre de comienzo de la sesión. Se apagaron las luces de la sala y quedamos a oscuras. Yo me escamé y me dio algo de miedo. Cuando salió el león de la Metro en la pantalla rugiendo yo comencé a llorar a tal extremo que mi hermana tuvo que sacarme del cine. Ya no recuerdo más.

En esta magnífica película Cinema Paradiso el niño Salvatore quedó magnetizado por el cine. Ver películas lo sacaba de su rutina y de la miseria pueblerina de la posguerra a tal extremo que consiguió que el hombre encargado de proyectar las películas en la sala le permitiera ayudarle a cambio de ver cine gratis.
 Esta sala de cine se convirtió en un elemento de conexión en un pequeño pueblo, mortificado por su pasado fascista y recién salido de una guerra europea. El pueblerino, el espectador, acudía a la sala a ver películas en primer lugar para después socializar entre ellos haciendo trapicheos vendiendo y comprando tabaco de contrabando,un lugar  donde iban las parejas a meterse mano y las familias a merendar y gastarse bromas entre ellos y otros para hacer el gamberro y liberarse de la losa opresora de un pasado reciente.

Es una película relajada, suave y lenta, pero con elegancia. Totó (Salvatore) se hace amigo de Alfredo, el hombre que entiende de proyectores y de la peligrosidad de usar cintas inflamables de celuloide. El director usa planos largos y reposados ayudado por la genial banda sonora de Morricone.

El film es todo un homenaje al cine y a nosotros, los cinéfilos. Cinema Paradiso cumple a la perfección dicho homenaje. 

El comienzo de la película se hace a la inversa. Un famoso director de cine se entera de la muerte del encargado del cine de su pueblo. Decide ir allí desde Roma para el entierro recordando su vida de niño, cuando era oficiosamente el ayudante del técnico de proyección.
 ¿Y aquellas jornadas de cine cuando había doble sesión? Todo un hartazgo gustoso de películas,  de esa magia que nos liberaba de la realidad fea y untuosa de aquellos  mezquinos años. 

Feb 3


miércoles, 1 de enero de 2020

Aquellos internados de la posguerra

Aquellos internados de la posguerra

Desde que leí un libro-denuncia sobre el abuso y maltrato de niños internos en una institución religiosa en Dublin: "Fear of the Collar", de Patrick Touher, quedé impactado por esas barbaridades que algunos hermanos o curas cometían con niños desprotegidos. Desde entonces me pregunté por el terror de ese calvario que para algunos niños y niñas fueron sometidos en aquellos (algunos) nefastos colegios o internados desde la inmediata posguerra española hasta comienzos de la década de los 70 del pasado siglo.
Vaya si se cometieron desaguisados pero el pundonor español evita que se denuncien y pregonen tales atrocidades como en algunos países centro europeos.
 Recuerdo aquella conversación que mantuve una vez con un chico de mi edad, entonces 18 o 19 años, donde me dijo que salir a estudiar a la capital era una liberación para él del internado donde todos los hijos e hijas de las clases más pudientes de los pueblos enviaban a estudiar el bachillerato a la capital de provincia. Me confesó que un compañero de clase, tercero de bachillerato, se volvió loco debido al acoso sexual de un hermano religioso y a las palizas que le propinaban los matones-alumnos de dicho colegio al verlo tan desvalido y cobardón. 

En un internado que había en Bonanza, no muy lejos de Sanlúcar de Barrameda, estalló un escándalo monumental, en plena era  franquista, en un club de pedofilia formado por varios hermanos religiosos y un grupo de atractivos chicos entre los catorce y dieciséis años de edad. Cerraron el colegio, por orden gubernamental, y en todo mi pueblo se supo del escándalo. Al siguiente trimestre reabrieron el internado ya depurado de esos viciosos que conformaban dicho club: adultos y jovencitos.

Viviendo yo en Madrid salí con una chica que me contó que estuvo internada en un colegio religioso de Aragón y que se salió del mismo porque una monja la acosaba sexualmente.
Nada hay bajo el sol que me sorprenda, dijo un filósofo pero los que se quedaron sorprendidos fueron esos españolitos de bien cuando en el año 1910 apareció el libro de Ramón Pérez de Ayala que tituló A.M.D.G. "Ad Majorem Dei Gloriam" denunciando, con esta novela, los abusos de todo tipo que se cometían contra algunos alumnos en determinados colegios de internos.

Los internados de antaño, algunos de ellos, no todos, eran una especie de stalag o centros de internamientos que amén de intentar educar a los niños y a las niñas procedentes del medio rural era un lugar de estancia para hijos/hijas de parejas espurias. Se decía, en mis tiempos, de los señoritos andaluces:  "Los niños a Bonanza (al internado que allí había) y sus queridas a los Remedios" (entonces un barrio alto-burgués  recién construído en Sevilla). 
Debemos aclarar que los internados de antaño estaban clasificados muy parecidos a los hoteles de hoy. Existían buenos y confortables colegios para internos, con calefacción y agua caliente, con comidas decentes, con botiquín asistido por enfermeros y un médico las 24 horas del día e incluso con buenos profesores, religiosos o auxiliares. Paro los que abundaban, por desgracia, eran los internados que parecían cárceles, donde los padres debían llevar los colchones, la ropa de cama y las toallas. Donde la comida era tan escasa que algunos niños enfermaron de raquitismo y tuberculosis.

Cuando en casi todos los pueblos erigieron institutos de enseñanza media se eliminaron estos centros de torturas física y morales. Los pocos que quedan en la actualidad son internados elitistas, muy diferentes a los de antes mencionados. 

Enero 2


Un libro de mi biblioteca

La zanja

Autor: Alfonso Grosso 

Como librero tuve la suerte de tomar un café, en Granada, con Alfonso Grosso cuando con motivo de una firma de su libro finalista del Planeta fue a esa localidad. También estaba Jesús Torbado, el ganador. Entre los tres mantuvimos una conversación amena sobre la belleza de las mujeres granadinas y sobre literatura, sobre los escritores españoles del momento. Yo le comenté que me consideraba un cuentista diletante. Que me encantaba escribir cuentos cortos. Grosso me recomendó que siguiera con mi trabajo  actual, que en España  era difícil vivir... del cuento.

"La zanja. Los hombres en paro forzoso llegaron a la plaza y se sentaron en los bancos de azulejos, frente al ayuntamiento. Los hombres discuten ahora la posibilidad de formar una comisión que vaya a hacer una visita al alcalde. Los guardias urbanos, con sus guerreras blancas de verano, su pantalón azul y su porra colgada del cinturón, pasean su ronda cerca de ellos, esperando oír algo para comunicárselo al alcalde.

Entran los tres en la taberna y se colocan delante del mostrador. Se fríen patatas en la cocina y el humo pegajoso se agarra a las gargantas. Del salón contiguo llegan los tacazos sobre las bolas de billar.
-¿No te da vergüenza beber con dos mataos como nosotros, un señorito como tú que trabajas y vives en Francia?
-Búscame un trabajo allí que deseo salir de este miserable pueblo. Tu sabes que cuando hay que doblarla la doblo como el primero. Pero no aquí. Con un sueldo de hambre poco se le puede exigir a un hombre. Que si tu quieres no cojo más el piochín para cavar en esa zanja de los cojones. No quiero que me pase como a Carlos que se puso enfermo y cuando le dieron de baja le despidieron. Sí, le quedó el seguro del paro pero a los seis meses le cumplió y pasó más jambre que un caracol.

Doña Mercedes, la dueña de la pensión, atravesó el patio despacio. Sueño de deseo aprisionado comprimido, de mes y pico de abstinencia. Fantasía imposible que le corre por las sienes como un caballo a galope, como un ternero desmadrado. Mientras sube la escalera intenta atornillar su pensamiento, sujetándolo con fuerza; pero el deseo se le astilla en mil pedazos de cristal que se clavan mientras más pequeños se hacen. Arriba está él. 

La luz del carburo ilumina agria y azul la entrada de la choza. En la noche pura y cerrada la luz es como una canción sobre los alcores solitarios. La luna no rebrilla ya sobre la vía férrea, y en la peña los cuervos y los grajos han silenciado su serenata de graznidos. Rosarito, sentada en la puerta, abre de pronto los ojos a pesar de no haber oído ningún ruido extraño. Rosarito siente miedo y temor de que un desconocido se acerque de noche a buscarla, a ella que vive sola"