martes, 29 de diciembre de 2020

Adela o como sobrevivir en la vida

 Adela o como sobrevivir en la vida 


La sala VIP del aeropuerto de Barajas estaba, casi en su totalidad, ocupada por jóvenes ejecutivos que tecleaban en sus portátiles mientras bebían un zumo o un café negro. Las siete de la mañana. Adela era una más entre ellos, entre una nueva clase triunfadora, servidora de las grandes compañías y monopolios internacionales asentadas en Madrid. Ella, con cierto deleite, hojeaba The Guardian y tomaba un te amargo. No tenía prisa, era temprano ya que le encantaba llegar pronto al aeropuerto para poder leer la prensa y desayunar en la sala VIP. Su vuelo a Zurich, para asistir a una reunión de los directivos europeos de la compañía Thrüslok saldría dentro de una hora. A ella le satisfacía ese tipo de vida: traslado y recogida en todos los aeropuertos en el coche oficial de la empresa, viajar en clase business, alojarse en hoteles de cinco estrellas y ser admirada por su capacidad de trabajo. Se sentía feliz, muy feliz; se consideraba una triunfadora a sus cuarenta y tantos años de edad.


Seis años después. Adela, algo fondona pero aún guapetona, y su cónyuge Antonio, jefe de sección de los almacenes Prisca en el barrio madrileño de la Concepción jugueteaban ambos con su hijo Pablito, un nene de tres años con cara de bobo de ojos adormilados,  como los del padre y con la barbilla de Adela, según dijo la madre de Antonio cuando vio al nene por primera vez.

 La Terminal 3 de Barajas es enorme. La gente que puede se sienta en sillas de plástico o sobre sus maletas de ruedas. Los viajeros van y vienen con ansiedad mirando los cuadros luminosos que informan sobre las llegadas y las salidas. Adela vestía como todas las mesócratas españolas cuando viajan. Pantalones vaqueros y una chaquetilla de falso cuero. Zapatos con suela de goma, pero no esas horribles zapatillas o runners que calzan las barrio bajeras. El nene sentado sobre las piernas de Adela la incordiaba pegando constantes taconazos con sus botitas ortopédicas contra las rodillas de su mamá . Toma el niño, Antonio, que me duele la cabeza y voy a cerrar un poco los ojos. Todavía tardaba casi una hora para que partiera el vuelo a Santiago de Compostela para visitar a la familia gallega del esposo.

 Antonio, ese ser anodino y vulgar que fue su salvavida cuando ella perdió el empleo por causa de la quiebra de la poderosa empresa donde trabajaba. Si subes muy alto, la caída puede ser mortal -leyó en no sabe donde.

 Sí, ella se quedó casi sin un euro desde que decidió, sin trabajar, seguir viviendo el ritmo de su vida de ejecutiva en aquel lujoso duplex de la calle Prim esquina a Recoletos. Allí estuvo hasta que agotó sus ahorros quedándole lo justo para comprar, en un momento de lucidez, un piso o en el barrio obrero de la Concepción, muy cercano a los almacenes Prisca donde se dejó seducir por Antonio cuando supo que era soltero, muy formal y semitonto. Había que sobrevivir y este hombre le daría la estabilidad económica de la que carecía y de paso tener un compañero, con hijo incluido después, que llenaría ese vacío existencial, esa soledad que la estaba enloqueciendo y le hacía preguntarse ¿qué será de mí, sin trabajo, sin nadie que me cuide y con una edad más que pasada para encontrar un empleo digno?


Cuando se vio sentada en el avión con destino a Santiago, en clase turista, oyendo la algarabía de lloros infantiles y risotadas nerviosas de los adultos tragó saliva pero no, tenía la boca seca. Con esa sequedad propia que preludiaba una crisis de ansiedad.Todo lo que le rodeaba le era deleznable, mediocre,  pero necesario para sobrevivir. A sus casi cincuenta años de edad se sentía fracasada y marginada. Se consoló recordando a Kundera: "Aquel que quiere llegar más alto tiene que saber que algún día le invadirá el vértigo"  



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