lunes, 27 de enero de 2020

Un cuento

Adiós cabronazo, adiós

Finales de la década de los años 60 del pasado siglo. La boda estaba a punto de celebrarse entre mi novio, director de Seguros Lindezas y yo, hija única de un propietario rural, semi analfabeta porque mi padre decía que las mujeres no tenían por que estudiar, que los maridos ya las cuidarían.

Confieso que yo a mis veinte años de edad, recién casada, era buena, buena por ignorante e imbécil. Cuando tras el corto viaje de boda nos fuimos a vivir a la capital, en un piso elegante, comprado por mi padre, que estaba situado en una de las mejores zonas de la ciudad me sentí trasladada al paraíso. Todo era nuevo, lo único viejo era una anciana criada que se vino conmigo desde el pueblo para ayudarme a llevar la casa y criar a los hijos que tuviera. Me consideraba una especie de Doris Day, aquella actriz americana que siempre hacía de modosita y de excelente ama de casa esperando a su esposo, un guapo Rock Hudson, que después me enteré que era más marica que la Titi.
 Carlos, mi marido, me hacía dichosa en la cama, casi todas las noches. Yo me hice amigas de unas mujeres, algo mayores que yo, que eran socias de una entidad caritativa que ayudaba a los pobres del lumpen del extrarradio.
 La armonía en el hogar no duró más de cinco meses cuando Carlos comenzó a llegar a casa tarde y siempre bebido. Después se ausentaba por varios días debido a viajes de negocio, según él. 
Una vez me abofeteó cuando me puse histérica al verlo en un lamentable estado, ebrio como una cuba y gritando a las cinco de la madrugada. No lloré por no meter ruido y hacer creer a los vecinos que nos peleábamos. Nosotros, el matrimonio ejemplar, la jovencita Adela casada con nada menos que con el director regional de Seguros Lindezas.

Pasaron los años, los chicos se hicieron mayores y se fueron a vivir sus vidas y yo mientras tanto arañé los cincuenta y tantos años de edad sin haber vivido nada. Era la esclava bien alimentada y mantenida de mi esposo. Poco había disfrutado con el cabronazo de mi marido que me maltrataba por sistema, de obra y de palabra.
En los años 80 me enteré que había una nefanda nueva enfermedad llamada Sida. Un mal que se cebó con Carlos, no se si se la transmitió una mujer o un hombre ya que el mamón era todo un degenerado.  Desde entonces dormíamos en dormitorios separados. Me daba asco y terror que me contagiara esa horrible y nueva enfermedad.

Carlos se quedó inválido, sentado en una silla de ruedas. Ignoro si era por el sida o por otra de sus secretas enfermedades. Se hizo irascible e insoportable. Daba voces exigiéndome esto y aquello. Una vez, para no perder la costumbre me obligó a ponerme de rodillas frente a él que estaba en su silla motorizada. Acerca esa cara -me ordenó-  yo como una ovejita así lo hice para recibir una sonora bofetada. Eso por puta, por haber venido tarde de la reunión de tus amigas.  ¡Aquel cabrón tullido me había pegado! Un hombre que, para colmo, según el doctor, tendría que aguantar vivo con sus  enfermedades por quince o veinte años más.

Una mañana de un día cualquiera me levanté temprano. Como él no podía descender a la planta  baja de la casa  tenía yo preparado allí una maleta de esas que ahora tienen unas ruedecitas con mi ropa y entre el cuerpo y la faja, bien envueltos en bolsitas de tela, los treinata mil euros que teníamos en el banco. A tomar por culo asqueroso cabrón maltratador.

El autobús de línea paró en la estación Sur de Madrid. Allí cogí un taxi hacia el aeropuerto de Barajas para tomar el avión que me llevaría a París.
Mi amor de juventud, ahora ya con 55 años de edad, me esperaba. Contactamos accidentalmente por Internet y quedamos en rehacer nuestras vidas. Facundo como viudo y yo como fugada liberada.

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