miércoles, 25 de noviembre de 2020

El capricho de viajar por mero placer

El capricho de viajar por el mero placer de viajar.


Los recuerdos de la niñez y de la juventud, si son gratos, ayudan a soportar el tedio del final vital.

Lo que siempre me fascinó de un viaje fue el traslado en sí, más que llegar. Como aquel particular maratón que saboreé durante 24 horas escasas. 

Yo nunca había viajado en avión, como tampoco el 95% de los españoles del año 1966 por la sencilla razón de no poder pagar un viaje tan caro comparado con el billete de un autobús o del tren.

Cuando me vi en Barajas aparentando una calma que no tenía, trajeado como para una boda, y tras tomar un café, llamaron a los señores pasajeros que iban a Sevilla. Me dio un vuelco el corazón. Estaba tan emocionado como cuando besé a mi primera chica. A bordo del DC-3 de Aviaco todo era moderno y sofisticado. La azafata, las auxiliares de vuelo de ahora, parecían todas modelos de alta costura; tras despegar me ofreció un cigarrillo y un periódico del día. Yo me hacía el interesante y el cosmopolita a mis 22 años de edad. Llegamos a Sevilla en un plis-plás (me encanta esta  expresión demodé) y desde San Pablo, en el bus de la compañía, llegué a la capital. Tomé un taxi y me dirigí a la estación de tren un par de horas antes de salir el Talgo con destino a Madrid. Otra gran experiencia para mí, tan acostumbrado a viajar en trenes convencionales, sin aire acondicionado y que tardaban casi 12 horas en realizar el trayecto Cádiz-Madrid. Junto a mí se sentó una señora cuarentona que me dijo que venía del Archivo de hacer un trabajo de investigación. Por mi parte, rebosando de fantasía, le conté un cuento macabeo que supongo no creyó. Llegué a Madrid al oscurecer, sin equipaje, sin prisas, ya que al día siguiente sería domingo y le contaría a mis amigos y a mi novia mi aventura viajera. 


Diferente a ese viaje exprés que hice en mi juventud recuerdo emotivamente la primera vez que subí a un tren. La locomotora a vapor arrastraba unos vagones antiguos del siglo XIX, de esos que llevaban en el exterior un estribo a lo largo del vagón, sin pasillo interior, por el que el revisor caminaba necesariamente para picar los billetes. 

Mi padre me llevó a Rota para ser presentado a sus amigos de aquel pueblo, que era muy pueblo antes de la Base Americana. Yo tenía cinco años de edad, lo supe porque me contó mi padre esta aventura viajera. Quedé fascinado por la gran locomotora que echaba vapor por todas partes. Era en realidad una mínima máquina francesa del año 1858. El maquinista me tomó en brazo para enseñarme la locomotora por dentro y me asusté al ver la cara tiznada del hombre y pensar que me quedaría para siempre con él.

Todavía no había clareado. Luces de colores parpadeaban en el centro de la desembocadura del río Guadalquivir, eran las boyas que señalizaban la entrada a la ría para los navíos que subían a Sevilla.

El tren solía tardar una hora en llegar a Rota, 24 kilómetros de aventura para un niño de tan corta edad.

Viajar siempre fue el placer más emocionante con el que disfruté. Ahora solo en pensarlo me da pereza.

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