lunes, 25 de mayo de 2020

Un relato muy corto para leer en junio bajo el árbol de la vida

Herr Kurt

Los habitantes de la aldea sabían  lo que eran todas esas personas, hombres, mujeres y niños, que trasladaban desde la estación del tren hasta el nuevo campo de concentración. Serían delincuentes contra el estado nazi, pensaban casi todos los aldeanos, más bien por comodidad moral que por indagar.

Erika estaba merendando en la salita de su modesta casa, con una ventana que daba a la calle, en la planta baja. Primero le llegó un acre olor a miseria a través de la cristalera mal ajustadas y después el rumor de un arrastre de pies más los gritos desaforados de los soldados que arreaban a esta masa humana por mitad de la calle cansada, deshecha y hambrienta. Como en otros casos similares los vecinos de la localidad debían encerrarse en sus casas hasta que pasara la conducción de presos.
 Por malsana curiosidad o por aburrimiento Erika se levantó del sillón y se dirigió a la puerta de la calle que entreabrió para ver mejor el dantesco espectáculo. Un niño, de unos cuatro años de edad, que iba en la comitiva agarrado a los faldones de un anciano que tropezaba cada tres pasos, miró fijamente a los ojos de Erika. Los soldados gritaban y reían mientras pegaban a un pobre hombre que se había caído. El niño pasó tan cerca de la puerta de la casa de la mujer que ésta sin saber  por qué sacó el brazo y tomó de la mano al niño de ojos asustados. Lo introdujo en la casa y cerró la puerta tras sí. El niño quedó petrificado por el súbito cambio de escenario. Ya no estaba entre los atormentados, ahora se encontraba dentro de una casa modesta pero limpia que olía a bizcocho recién horneado que presidía en una bandeja, sobre la mesa junto a la chimenea. 
La mujer raptora no supo como reaccionar, pasó varios minutos en silencio contemplando a ese niño de mirada triste pero inteligente que no quitaba la vista del bizcocho. Erika cortó un trozo y se lo ofreció al niño, este lo devoró en cuestión de segundos. Otro trozo fue ofrecido y éste desapareció en su boquita más lentamente. También bebió una vaso de leche tibia que Erika le ofreció con una tímida sonrisa.
Le quitó parte de los harapos que le servía de abrigo y lo acostó provisionalmente en un sofá envuelto en una manta de viaje. El niño se quedó dormido al instante.

Tras terminar la guerra y transcurridos unos lustros el director de la sucursal de Bayer en Kassel encendió un cigarrillo, dio un sorbo del vaso de whisky Macallan 12 y se dijo con una sonrisa casi imperceptible. "Quien me iba a decir que yo, un niño gitano de origen polaco, llegaría a ser director de estos laboratorios gracias al amor de mi madre alemana Erika Worms y de su marido, mi querido padre, Kurt Hamsun, que supo comprenderla y la ayudó a educarme en amor y comprensión. Que Dios los tenga a los dos en su Gloria". 


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