lunes, 27 de mayo de 2019

¿Por qué viajamos por placer?

Nosotros los humanos, entre sedentarios y nómadas.

Dicen que para este año se espera un desplazamiento de 1.700 millones de turistas por todo el mundo. ¿Se ha convertido viajar en una paranoia? Quizá, pero viajar es un placer y casi una necesidad para descansar de una vida rutinaria y a veces enfermiza.

En el Neolítico los humanos emprendieron largas caminatas, penosas migraciones a lugares remotos para venerar un manantial, una cueva o un pedrusco en mitad de un prado, un menhir que simbolizaba para ellos algo grande, mágico, sagrado o solo era una mera excusa para salir de su entorno habitual.

Siempre fuimos nómadas aunque nos quieran hacer ver que del sedentarismo surgió nuestra civilización. Hasta el más tonto de pueblo si alguien lo lleva de paseo o de viaje gratis se exalta, se emociona y se le alivia el cretinismo. En los años 50 del pasado siglo la gente rica cuando enfermaba por una depresión era sanada, por prescripción facultativa, con un largo viaje en grandes y lujosos hoteles o balnearios en países exóticos. Como la depresión parecía ser que solo era cosa de ricos le llamaron "sumernage". Viaje usted al extranjero- le decía el médico- asista a fiestas, diviértase y conozca a nueva gente. Así cualquiera se curaba del tedio y de la depresión.

En la actualidad todos llevamos en nuestros genes gotas de salvajes nómadas porque cuando viajamos nos sentimos más libres y felices y nuestras preocupaciones cotidianas desaparecen. Estar en un mismo lugar durante años atocina la mente, el gusto y, al cabo de un tiempo te convierte en un idiota existencial.
Lo peor  de viajar, en la actualidad, es esa masificación de gentes que como microbios  invaden todo en los meses de verano:  para subir a la Torre Eiffel  hay que hacer una cola de más de dos horas; si queremos visitar el Taj Mahal más de lo mismo y si deseamos ver La Alhambra de Granada ni se dice la incomodidad que es  obtener una entrada.

Es casi imposible contener esta avalancha de turistas, de nómadas del siglo XXI, es patético contemplar esas salas de los aeropuertos repletas, infectadas, de viajeros tumados en el suelo, son los low-cost,  los de zapatillas, mochila, botella de agua y iPhone. 
La gente desea desplazarse, cada cual según su clase social y según los precios del billete de avión y de los hoteles. Pero de todas formas todos desean viajar, al contrario que esa caterva de sedentarios que todavía perviven en pueblos y barrios extremos de las grandes ciudades. Unas personas que pueden que sean sedentarias a la fuerza porque no tienen recursos económicos ni para poder bajar a la costa y tumbarse al sol en la playa. Los peores son aquellos otros sedentarios que  teniendo dinero no son capaces de gastarlo en algo tan poco prosaico, tan abstracto para ellos, que es viajar por viajar. Prefieren en su lugar comprar borregos, tierras o atesorarlo. Son los personajes sedentarios-tipo-avaros.

Se ha demostrado, repetimos, que viajar es un placer aunque se haga a lo pobre, alojándose en apestosos hostels (con dormitorios colectivos en literas y oliendo a pies y a ingles sin lavar) hasta el elegido que puede volar en Emirates, clase Premium y bebe Moët Chandon y degusta caviar en su pequeño y lujoso reservado del enorme Airbus A380

Viajar es sano, muy sano. La gente que no suele viajar, pudiendo, enferman de melancolía, de avaricia, de vulgaridad y de gilipotez extrema.
 En el fondo todos somos unos nómadas, unos más que otros. 

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