jueves, 25 de abril de 2019

Siempre hubo una primera vez

La primera vez que...

Es hermoso cuando se tiene la mente clara y cuando la memoria aún no falla poder recordar el pasado de cada cual, pero la parte buena. Nunca hay que revolcarse en el cieno de nuestros fracasos o malas vivencias.

Todavía recuerdo con claridad meridiana cuando subí por primera vez a un tren, a un auténtico tren arrastrado por una locomotora a vapor. Según me contó mi padre, que es la versión que retengo  mejor chisporroteando en mis neuronas, yo aún no había cumplido  los cinco años de edad cuando él decidió llevarme a Rota para mostrarme a sus amigos. Era un domingo de verano y recuerdo que antes de partir, él me aupó a la locomotora donde el maquinista me mostró ese monstruo metálico y el horno ardiente. Yo me asusté pero más de la cara ennegrecida por el carbón del maquinista que del artilugio. Cuando el tren se puso en marcha sentí una enorme emoción y en las primera claridad de la mañana aún se divisaban unas luces de colores a la derecha del convoy, sobre el mar, y que confundí con las luces de una feria. No, me explicó mi padre, son las boyas de señalización de la entrada de la canal del río.

Mi vena viajera se activó, creo, en aquel temprano viaje. Siendo ya un joven adulto de 22 años de edad mi eterna curiosidad hizo que deseara volar en un avión. Nada corriente en el año 1965, aquello era un lujo para ejecutivos y gente adinerada. Lo normal era viajar en tren. Era semana santa y saqué un billete Madrid-Sevilla. Cuando me vi sentado en aquel vetusto DC-3 de Aviaco y noté las vibraciones producidas por sus dos motores de hélices sentí una sensación tan especial que quedé transido. "Se puede desabrochar el cinturón y fumar." - indicó una cartel que parpadeaba.  Saqué un cigarrillo Camel de una pitillera de chapa dorada que imitaba malamente oro y con un encendedor Dupont lo encendí  exhalando el humo despacio, con deleite, incluso con regocijo. Me sentía un dios menor.

Una vez que salimos del cine Coliseo un amigo y yo; mi amigo tenía muchas tablas viviendo en Madrid ya que llevaba en la capital dos cursos mientras que yo acababa casi de llegar.
 Me invitó a comer un hot-dog (una palabra americana mágica llena de modernidad). Supe que aquello era una salchicha caliente metido en un pan especial. Cuando el chico que me atendía me dijo si quería ketchup quedé pillado. No sabía lo que era. Mi amigo me dijo al oído que era una especie de salsa hecha de tomate y azúcar. Me dio asco pero dije que sí y también, por indicación de mi amigo, me puso mostaza. Dos productos que nunca había probado.

Siempre fui algo dandy. En Preciados vi una camisa en un escaparate que era de seda natural, color crudo, preciosa y extremadamente cara. La compré y la estrené en un viaje que hice a Valladolid para una boda,  era casi verano y sin aire acondicionado en el tren, sudé como un pollo. La camisa de seda no transpira y si lo hace es muy poco. Para colmo llevaba puesta una chaqueta blazier que abrigaba una barbaridad. Aquel tormento duró hasta que bajé en la estación y noté como una segunda piel estaba adherida a mi cuerpo.  Cuando volví a Madrid y me duché noté  sarpullidos en el cuello y en las axilas por culpa de la camisa de seda natural. 

Siempre hubo una primera vez para todo. Así se aprende, cuando Newton vio caer la manzana fue la primera vez que se dio cuenta de la gravedad. Otra primera vez que recuerdo es cuando fumé un cigarrillo, a mis siete años de edad, que ardía en un cenicero mientras que mi padre atendía a un cliente. Lo cogí a escondida y remedando a los mayores pegué una calada que me hizo toser.  Mi padre me quitó el cigarro y me dio un azote en el culo para que espabilara. 

Así es la vida, todavía hay cosas que hacemos, consciente o inconscientemente, como si fuera la primera vez. Y nos quedamos tan panchos. 

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