viernes, 25 de agosto de 2017

Un idiota entre ilota (Relato breve)

Un idiota entre ilotas

Jacinto Papahigos, 43 años de edad, cara boba y pancigordo, era  tímido con las mujeres, razón por lo cual le hacía prolongar su celibato más de lo debido. Era el hijo y heredero de una fábrica de desgüesado de aceitunas en Dos Hermanas. A pesar que estudió dos carreras de humanidades que no le sirvieron para nada práctico tuvo que tomar las riendas del negocio familiar. Su padre dirigía el proceso de encurtido y maduración y él controlaba la nave de desgüesado (deshuesado suena a muerte). Su oficinilla se levantaba en mitad de la gran nave sobre unos pilares de hierro que soportaba una garita acristalada donde Jacinto supervisaba, ayudado por dos capatazas, dos mujeronas enormes, la labor de las 42 empleadas que pasaban las horas trabajando con unas diminutas máquinas, donde una a una, eran deshuesadas las aceituna gordales. 

El confesor de Jacinto Papahigos le sugirió encarecidamente que encontrara una mujer y se casara con ella para evitar esos sueños lujuriosos que casi todas las noches atenazaba al no tan joven heredero. Búscate una mujer buena que te de muchos hijos y verás como el demonio te deja tranquilo con esa lascivia que te corroe - le decía el cura con voz meliflua.
Jacinto no soportaba las chicas que su madre le presentaba intentando que germinara cualquier tipo de relación,  todas eran unas presumidas que se reían de él cuando se sonrojaba y balbuceaba ante la presencia de cualquier joven.
Jacinto se fijó, desde su alto mirador, en una obrera que destacaba físicamente entra las demás, era una cabeza más alta que las otras, tenía la tez blanca y sus ojos color caramelo eran excitantes. 
Leyó y releyó la ficha de trabajo. Se llamaba Adela López, jornalera de campo desde los trece años de edad hasta que entró a trabajar en su empresa como especialista desgüesadora. Está buena la moza - dijo Jacinto contemplando la foto tipo carnet y viéndola, a lo lejos, trajinar con la maquinita.

La salud mental de nuestro hijo es más importante que se case con una pobre obrera. Ya lo dijo el neurólogo, nuestro hijo sufre el síndrome de una castidad forzada que revierte en su mente y en su comportamiento - decía el Sr. Papahigos a su atribulada esposa. Tenemos que permitir ese matrimonio por muy asimétrico que sea. No es lo normal, pero conocemos otros casos de bodas entre mujeres pobres y hombres ricos que salieron bien. Las pobres se adaptan pronto a la buena vida.  

La boda se celebró en una ermita, a las afuera del pueblo; de la familia de Jacinto solo asistieron un par de amigos. Sus padres tuvieron que viajar urgentemente a Munich por un grave problema empresarial. Jacinta se encontraba reventona, reventaba de alegría al ver a sus amigas y compañeras de trabajo vestidas con sus mejores galas y que le agasajaban sin cesar, y estaba reventona porque su hermoso y joven cuerpo  todavía no ajado a sus 23 años de edad por la labor esclavizante de las faenas del campo parecía salirse del vestido de novia. Rebosaba salud y trapío, con esa cintura ceñida que marcaba unas generosas caderas y un torso por donde parecía desear salir de madre unos pechos generosos que invitaba al lelo del recién casado con noches de fantasías y de placeres. 
Jacinto no comió ni bebió nada durante el banquete de boda en la Venta del Carretero. Solo pensaba en ir al chalé que su padre le había regalado en la carretera de Sevilla para estar los dos solos.

Al cabo de dos años tras la boda se notaba que Jacinto envejecía a pasos agigantados, a sus 45 años de edad las canas cubrían su ralo cabello que se desprendió de la cabeza dejándolo calvo. Adelgazó una barbaridad mientras que su mirada parecía ausente, como fijado en un horizonte ignoto, solo sonreía a su esposa, que por desgracia no le dio los hijos esperados.

Las malas lenguas del pueblo decían que Adela, cada vez más lozana y deseable absorbía poco a poco la salud del marido obligándole a tener sexo al menos dos veces al día. En aquellos tiempos no había Viagra pero las mujeres ancianas del pueblo sabían de una hierba llamada "secacul" que hacía potente al más flojo. Jacinto le encargaba a la anciana cocinera que le trajera sus yerbas desecadas de estas milagrosas hierbas para cumplir con el acto matrimonial. Y cumplía, vaya si cumplía pero a costa de su salud.

No pasó un año del fallecimiento del heredero de Encurtido Papahigos cuando la viuda Adela, desde un lujoso hotel de Sevilla, llamó a un antiguo novio, encofrador en Barcelona, para invitarle a pasar unos días en su finca del Ronquillo.

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