lunes, 26 de octubre de 2020

Un cuento para pensar

 La beata de mi pueblo


Toda la clase burguesa de mi pueblo, enclavado en lo más al sur del sur de Andalucía, quedó consternado cuando se enteraron del escándalo. Corría el año 1952


En la España nacional-católica de aquellos funestos años de posguerra la señorita Adela Campota hizo temblar los cimientos de una sociedad respetuosa, con sus saneadas fortunas, con los ideales patrios y religiosos y con el prestigio que daba pertenecer  las grandes familias de bodegueros.


Adela era una solterona de 36 años de edad (sí, en aquellos tiempos una mujer con esa edad solo estaba esperanzada a "vestir santos del altar", es decir, a practicar la beatería como desahogo conceptual, más que espiritual, de su propia existencia) que acompañaba todas las mañanas a su madre a la misa de 8 para comulgar y confesar sus pecados ¿Sueños eróticos? jamás, sino pecadillos pueriles como enfadarse con la criada o comerse a hurtadillas un bizcocho de San Leandro.

 Esta mujer, la beata de mi pueblo, tenía un aspecto agradable sin llegar a ser guapa; iba siempre muy aseada en cuerpo y ropaje y olía muy bien, ligeramente a vainilla dejando un rastro de suave perfume entre los ganapanes que paseaban por las aceras.

 Tras la misa Adela satisfacía su pequeño vicio: desayunar chocolate con picatostes en el Café Rosaleda.

Buenos días, señorita Adela - le saludaba el propietario del café con una sonrisa servil indisimulada. ¿Lo de siempre?- preguntó el vejete mientras llamaba a voces a su sobrino Paco, que le ayudaba como camarero.

Paquito, Paco era un chico recién salido de la mili, muy guapo, de buen porte y con una cara de sinvergüenza que se la pisaba, esto era lo que más le atraía a Adela del chico. Aquellos ojos picarones que la desnudaba cada vez que hablaba con él.

 La madre de Adela odiaba el olor a tabaco frío que se respiraba en al bar y seguía sola hacia la casa. Media hora de libertad plena para Adela para poder desayunar a gusto. Tras una espera de diez minutos aparecía Paco con su bella sonrisa y sus pantalones muy ajustados. 

Sería imposible explicarle a su confesor, un santo varón de una edad provecta y que poseía un halo oloroso a orines humanos, que ella, Adela, sentía un extraño rebullir dentro de sus entrañas cada vez que se fijaba en los ojos del camarero y que sin poder evitarlo también se fijaba, en la portañuela del chico que parecía descansar brevemente sobre su mesa cada vez que se inclinaba para servirla.


Un año después pude enterarme, escuchando a escondida el comentario que hacía mi madre con otra señora, que Adela Campota se había fugado con Paco, el camarero del Cafe Rosaleda y que su madre, la viuda de don Benito de la Hoz Matallamas la habían ingresada en el Hospital la Merced con un fuerte soponcio.


 Siendo yo un mocito de trece años de edad, pude enterarme, por otros amigos, que la interfecta volvió al pueblo con un niño de dos años, fruto del pecado, sin un duro en el bolso y apaleada  (se decía que el tal Paco la molía a palos cada vez que se emborrachaba allá en  Badalona). La anciana madre de Adela nunca la recibió en casa, ni hija pródiga ni otras tonturas bíblicas; no le perdonó aquella ofensa infringida a la familia y al noble apellido del padre.

 Adela, más pobre que una rata no halló refugio en ninguna persona perteneciente a su clase acomodada sino en el cuartucho de una vieja criada que la acogió por caridad cristiana.

 Hasta que murió la anciana madre y heredó  Adela no se convirtió en doña Adela, una dama de 50 años de edad, de misa y comunión diaria y muy dada a repartir limosnas sobreras entre los pobres.  

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